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Regístrate y accede a la revistaEn entrevista con revista Educar, la autora de El infinito en un junco (2019), traducido a más de 35 idiomas, explica por qué la lectura es una poderosa herramienta para recuperar el valor de la paciencia y el placer de la concentración, la intimidad y la serenidad. Créditos a las imágenes: James Rajotte y Wayra Ficapal.
Una noche su padre, sentado a la orilla de su cama, le preguntó: “¿Has oído hablar de Ulises?”. Irene Vallejo nos cuenta que a medida que escuchaba la historia, “por la caracola de mis orejas entraron las sirenas, los cíclopes, las islas, las tormentas, el saco de los vientos, Nausícaa en la playa, Calipso en su jardín, Circe preparando ungüentos mágicos, Penélope tejiendo y destejiendo… Desde entonces, la mitología griega ha sido mi hogar”.
Al momento de esta entrevista se encuentra desbordada de trabajo, exhausta, y con una agenda vertiginosa y comprometida hasta el año 2023. Sin embargo, aceptó conversar con revista Educar por ser una publicación dirigida a profesores chilenos comprometidos con niños y jóvenes de áreas vulnerables. Nos explica que “valora extraordinariamente la labor de quienes están volcados en la difícil e importantísima tarea de la educación. Si esta entrevista puede hacerles llegar cierto ánimo, apoyo y alivio en su labor, será una inmensa alegría”, señala.
-¿Cuál es la importancia de las humanidades en la educación de niños y adolescentes?
-Vivimos una época de profundas transformaciones. En tiempos de cambio, nuestras sociedades necesitan más que nunca criterios y valores humanísticos para reflexionar en términos éticos acerca de los retos colectivos, las leyes compartidas, las innovaciones científicas. Todo esto lo fomenta la literatura, la historia, el arte, la filosofía, el conocimiento de las lenguas clásicas o el teatro. La filósofa Martha Nussbaum afirma que lo que realmente fortalece la democracia son las humanidades. Precisamente ahora, cuando la sociedad chilena, y tantas otras en todo el mundo, emprendemos numerosos retos y nuevos escenarios para el futuro, las humanidades abren valiosos senderos de debate, reflexión y memoria. En el arte y la literatura aprendemos a ponernos en lugar de otros, una experiencia esencial porque, a través de nuestros votos, tomamos decisiones que afectan a muchas personas. Una sociedad justa solo puede construirse conjugando la empatía, la preocupación por los lazos comunes y los proyectos que soñamos juntos. Y ese tapiz se entreteje con el hilo milenario de las humanidades.
Por otro lado, me preocupa la ficticia separación entre ciencias y humanidades. Muchas veces, se disuade a los jóvenes con expedientes brillantes de estudiar carreras de letras argumentando que deberían optar por materias útiles desde el punto de vista calculador, ejerciendo a veces una presión social enorme sobre ellos, desviándolos hacia carreras que no les interesan tanto o por las que no sienten ninguna vocación. Los argumentos prácticos del dinero o del prestigio dejan atrás ese bagaje de humanismo que impone un compromiso con la sociedad del trabajo bien hecho. Esa mentalidad hace daño incluso para la investigación científica, que se nutre de idealismo, altruismo y curiosidad. Las humanidades están en la base de una sociedad democrática: fomentan el espíritu crítico a través de la filosofía, la memoria colectiva a través de la historia, la imaginación y la empatía hacia los demás en la literatura, las emociones en la música o el arte.
-¿Cómo deberíamos respondernos a nosotros mismos, los adultos que los educamos, cuando pensamos que las humanidades están obsoletas y que no tienen vigencia en un presente digital y tecnológico?
-Ante esta pregunta tan pertinente, pienso en Gabriela Mistral, que dedicó buena parte de su vida a la educación, trabajando como maestra. Dejó escritas maravillosas reflexiones sobre el vínculo imprescindible entre el aprendizaje y el juego, conocimiento y belleza. Recuerdo aquellas palabras suyas: «La enseñanza es poesía. Quien ha hecho clase lo sabe. Sabe que la hermosura es el aliado más leal [...] Esta, la escuela, es, por sobre todo, el reino de la belleza. El reino de la poesía. Hasta el que no ame cantar, aquí está cantando sin saberlo». Todavía hoy me conmueve su convicción por defender una educación que esté impregnada de la experiencia vivida, de poesía y música, del placer de las emociones.
Respecto a la revolución digital, nuestro presente utiliza herramientas poderosas que han abierto puertas y ventanas a la democratización y expansión del conocimiento, ampliando el horizonte de nuestras posibilidades y nuestra libertad. Pero, una vez más, esas tecnologías son solo una mediación. No confundamos fondo y forma. Como he descrito en El infinito en un junco, a lo largo de la historia hemos utilizado diversos soportes para las palabras –piedra, arcilla, papiro, pergamino, papel o pantallas de luz–, pero la clave está en los relatos y las ideas. Y ahí está el papel central de las humanidades. En la literatura, la historia, la filosofía, el arte o la música, nos exploramos y nos entendemos mejor a nosotros mismos.
-¿Cómo atraer a los adolescentes hacia las humanidades, especialmente a la literatura? ¿Cómo hacerles sentir y constatar que sí hay una relación entre las letras y su realidad presente?
-A lo largo de mi vida, he comprobado que las historias tienen una enorme capacidad para estimular y abrir los horizontes de nuestra imaginación. En la época en que impartía clases, observaba a mis alumnos y comprobé que les dejaban más huella las anécdotas, las aventuras, los peligros y las biografías que los razonamientos abstractos. A raíz de esa experiencia, me pregunté cómo podría crear un ensayo tejido como una novela, con las hebras del suspense, los relatos, las atmósferas y los rostros humanos. Pensé que, si deseaba homenajear a los libros, la mejor forma sería precisamente contar sus avatares históricos como las narradoras de antaño. Por eso, me embarqué en su escritura no como una fría y sesuda investigación, sino como un intento, una exploración –literalmente, un ensayo– de equilibrar el rigor académico con la pasión con que Sherezade hubiera narrado esta fascinante aventura. Por eso, reivindico siempre el hedonismo de la lectura: a los libros se llega por placer y disfrute, nunca por obligación. Precisamente, en El infinito en un junco quería unir el placer de la lectura con la búsqueda de conocimiento, el ansia de saber con la pasión enfebrecida de la novela.
Las ideas y las historias que nos transmiten los saberes humanísticos, aquellos autores y obras que denominamos “clásicos”, nos interesan no porque fueran ejemplares, sino porque se atrevieron a pensar, por primera vez, algunos de los conceptos que, todavía hoy, simbolizan lo mejor de nuestro mundo y continúan iluminando nuestro presente. De ese legado antiguo hemos heredado algunas invenciones que no han funcionado mal del todo: los derechos humanos y el anhelo de libertad, la democracia y el valor colectivo de la palabra, el sueño del acceso universal a la educación, la convicción de que los niños están mejor en la escuela que trabajando, lugares maravillosos como los colegios o las bibliotecas, que ponen el saber al alcance de todas las personas. Estas invenciones son fruto de una asombrosa epopeya colectiva. Nuestros trabajos son los de Hércules. Nuestros desafíos miran a Prometeo. El Minotauro vive en nuestros laberintos y nuestras estrellas de la fama caen a tierra desde el cielo como Ícaro. Nuestras peregrinaciones y odiseas son las de Ulises. Las mujeres troyanas expresan nuestras lamentaciones sobre la guerra. Edipo y Narciso sirven para definir nuestros complejos. Los superhéroes de Marvel descienden de los héroes del mito griego. Cada vez que reclamamos el derecho a acompañar y enterrar a los muertos, volvemos a Antígona. Las grandes sagas juveniles beben de las mitologías universales: Star Wars, El señor de los anillos, Harry Potter, Percy Jackson, Los juegos del hambre, El corredor del laberinto. Creo importante hacer visibles esas conexiones entre las experiencias contemporáneas y los símbolos universales que les dan voz. Es lo que intento evidenciar en mis libros, artículos y charlas con jóvenes.
-Nuestros niños y adolescentes crecen rodeados de un lenguaje muy violento proveniente de redes sociales, algunas series de tv y otras expresiones creativas, como letras de canciones, por ejemplo. ¿Cómo romper ese lazo único y temprano que parece darse entre expresión y creación?
-Las redes sociales y los nuevos sistemas de información ofrecen valiosas posibilidades de crecimiento y comunicación. Sin embargo, es cierto que con frecuencia fomentan la polarización y la agresividad, frente a la conversación pausada o la palabra serena. Hija de estos tiempos frenéticos y acelerados, nuestra imaginación está colonizada por la velocidad, lo inmediato, el estallido de las novedades que se multiplican y se devoran unas a otras. Vivimos deslumbrados las conexiones instantáneas, los procesadores vertiginosos, el milagro de oprimir una tecla y comunicarnos de inmediato a través de inmensas distancias. Sin embargo, esa tecnología rápida y fabulosa fue concebida por una máquina que trabaja despacio: el cerebro. Las ideas que sustentan nuestra racionalidad necesitan tiempo, sigilo y sosiego para desarrollarse. Como escribió el historiador romano Tácito: «La verdad se robustece con la investigación y la dilación; la falsedad, con el apresuramiento y la incertidumbre».
Obsesionados por la prisa, hemos arrinconado la educación de la paciencia, y los libros pueden ayudarnos en esa tarea. Leer no es tan pasivo como oír o ver; es recreación y efervescencia mental. Leemos a nuestro propio ritmo, modulamos la velocidad y dominamos el tiempo, interiorizamos lo que queremos asimilar y no lo que nos arrojan con tal ímpetu y volumen que acabamos apabullados. En esta época acelerada, los libros emergen como aliados para recuperar el placer de la concentración, la intimidad y la serenidad. Por eso, leer puede ser hoy, más que nunca, un acto de resistencia.
-Usted ha dicho en más de una entrevista que hay más sed de humanidades en el debate público de lo que imaginamos. ¿Por qué?
-Tiene que ver con mi experiencia personal. El infinito en un junco es un libro que nació humilde, pequeño, escrito a la intemperie. Me embarqué en él como una travesía esperanzada que me permitiera explorar este amor y esta fascinación por los libros que me han acompañado siempre, desde niña, con la convicción de que solo interesaría a una minoría silenciosa. Jamás imaginé que podría tener esta cariñosa y hospitalaria recepción, una calidez que ha desbordado mis sueños más locos. Quizás esta acogida tenga que ver con la reivindicación de algo que parecía condenado a extinguirse y que reclama más que nunca su vigencia. Y no me refiero solo al libro como objeto, sino a una forma de vivir y entender la lectura, el pensamiento, las humanidades. Un placer compartido, una relación con el saber, el conocimiento y la imaginación a través de la palabra.
Muchos profetas aventuraban que ese mundo de papel iba a desaparecer sustituido por las pantallas y la información digital. Frente a esa visión apocalíptica y competitiva, El infinito en un junco ofrece esperanza y defiende que el libro ha evolucionado y se ha adaptado a lo largo de siglos y siglos. La convivencia de formatos es un hecho histórico. Lo que estamos viviendo ahora no es una competición, sino un enriquecimiento de las posibilidades de la lectura. La inesperada acogida de este libro demuestra que esa larga cadena de anónimos y olvidados amantes de los libros sigue hoy viva en muchas personas: libreros, bibliotecarios, profesoras y maestros, clubs de lectura, toda esa maravillosa tribu del libro. A todos y cada uno, mi gratitud infinita.
-Finalmente, usted ha contado que su padre le leía en voz alta por la noche. ¿Qué huellas imborrables dejó en usted esa práctica? ¿Qué otras costumbres como aquella podemos aconsejar como maestros a los padres hoy?
-Los cuentos infantiles dibujan el paisaje de nuestra imaginación toda nuestra vida. Esa revelación proviene de la infancia, del feliz momento de los cuentos antes de dormir. Una noche, mi padre, sentado a la orilla de mi cama, anunció una historia larga y apasionante: “¿Has oído hablar de Ulises?”. Por la caracola de mis orejas entraron las sirenas, los cíclopes, las islas, las tormentas, el saco de los vientos, Nausícaa en la playa, Calipso en su jardín, Circe preparando ungüentos mágicos, Penélope tejiendo y destejiendo… Desde entonces, la mitología griega ha sido mi hogar. Mi curiosidad por el mundo antiguo que creó esas leyendas es insaciable. Creo que debemos reivindicar la costumbre de contar historias, recuperar la pasión de la antigua oralidad. Me emociona el convencimiento de quienes mantienen viva esa milenaria costumbre: algunos, por las noches, junto a la cama, antes de dormir; otros, también en las aulas, en los colegios. Siento una profunda admiración hacia esas personas que, cada día, se preocupan por transmitir el conocimiento a través de historias, cuentos, relatos, con pasión y entusiasmo. En cada una de esas personas, la mayoría anónimas, resiste nuestra esperanza y nuestro sueño colectivo de un futuro más amable y habitable.
En realidad, creo que los héroes de la increíble aventura de los libros no son grandes guerreros, sino personas anónimas, cuyos nombres no conocemos, que dedicaron su vida y su trabajo a defender el saber y el conocimiento. Pienso en las mujeres de las Misiones Pedagógicas en España, o las bibliotecarias a caballo de Kentucky, en tantas personas que todavía hoy, en los colegios de los barrios de nuestras ciudades, en las pequeñas bibliotecas rurales, en esa librería independiente que resiste frente a las inclemencias de estos tiempos difíciles, continúa la historia milenaria de tantas personas que mantienen su convicción en el valor de la literatura, la cultura, el conocimiento. Esos son, para mí, los verdaderos protagonistas de esta epopeya milenaria que aún continúa viva.
Quién es:
Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) es doctora en Filología Clásica por las universidades de Zaragoza y Florencia. Su trabajo se ha centrado en la investigación y divulgación de los autores clásicos. Es columnista habitual de medios de comunicación donde mezcla temas de actualidad con enseñanzas del mundo antiguo. Su obra literaria se remonta al año 2011, con su primera novela, La luz sepultada. En 2020 recibió el Premio Nacional de Ensayo por su libro El Infinito en un junco, convirtiéndose en la quinta mujer galardonada con este premio desde que se creó en 1975. Está casada con Enrique Mora, profesor e investigador de Historia del Arte y de Medios Audiovisuales en la Universidad de Zaragoza, y son padres de un hijo, Pedro.
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